domingo, 11 de enero de 2009

Nueve minutos al día, sin una caricia.

Ahhh… otro día más –dijo un perro después de un largo bostezo–
Se estira en el pequeño espacio donde vive hace más de siete años, da dos vueltas a su morada, y se va a mear en un rincón, sin privacidad ya que es observado por unas palomas, lamentando que aun no le hayan servido el desayuno al canino. Sigan esperando nomás amigas palomas, que eso demorará un buen rato, o más bien, unos días.

Se oye la puerta, alguien viene al patio, ¡sí, es mi amo! –Ladró mientras movía la cola– él le tira un pan seco, saca su lujoso auto, que con mucho ahorrar adquirió, y se va a trabajar. La alegría duró tres minutos, el perro se sienta, se echa, se para, da una vuelta, se sienta nuevamente y se vuelca para esperar ser acariciado la próxima vez que vea a sus amos.

El sol está duro hoy, que calor infernal. La puerta sonó. Se oyen pasos, es la mujer de la casa, le tira sus galletas, le sirve agua, abre la puerta de la calle, y lo dejan solo nuevamente en su prisión. Nuevamente tres minutos con alguien, y sin ser acariciado.

Hoy el perro dio veinte vuelvas a su espacio, treinta menos que hace seis años, sólo tiene siete años y ya está cansado, parece un perro de diez años.

No puede ver nada más que una pared blanca, y la puerta, y alguas palomas que descansan a su vista.

La noche cayó hace una hora, ve una luz que entra a su oscuridad por debajo de la puerta e ilumina las rejas de su mazmorra. Se abre la puerta, son los amos, llegaron juntos. Ladró para saludarlos, emocionado de verlos nuevamente. Pero no respondieron el saludo, guardaron el auto, se limitaron a besarse y luego entrar en la casa, dejándolo nuevamente solo, en la penumbra, entre sus frías rejas, nuevamente tres minutos y sin una calida caricia.




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